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http://www.amazon.com/gp/customer-media/product-gallery/B0002CYTL2/ref=cm_ciu_pdp_images_2?ie=UTF8&index=2Como se sabe, una de las características que modelaron las sociedades modernas fue la instauración de un conjunto de instituciones disciplinarias: la escuela, el ejército, la familia, la prisión, el hospital, etc. De acuerdo a Michel Foucault, las sociedades disciplinarias comenzaron a implantarse entre los siglos XVIII y XIX y tuvieron su máxima expresión a principios del siglo XX. Estas instituciones se consolidaron dentro de un mundo moderno que se desarrolló bajo la solidez de las certezas emanadas de la ciencia, la religión y el arte, y cuyas convicciones, creencias y seguridades transitaron de una generación a otra. Para asegurarse de ello, se organizaron grandes centros de encierro. “El individuo pasa sucesivamente de un círculo cerrado a otro, cada uno con sus leyes: primero la familia, después la escuela (‘ya no estás en tu casa’), después el cuartel (‘ya no estás en la escuela’), a continuación la fábrica, cada cierto tiempo el hospital y a veces la cárcel, el centro de encierro por excelencia” (Deleuze, 1999: 277).
En el libro Vigilar y castigar, Michel Foucault delimitó con gran precisión el modo en el cual las sociedades modernas se constituyeron como sociedades en el que la disciplina se estructura como eje articulador del mundo social. Una de las ideas centrales del libro es que la disciplina no se configura exclusivamente como institución, ni como un artefacto, sino más bien como un tipo de poder, una tecnología y unos dispositivos “que atraviesa todo tipo de aparatos y de instituciones a fin de unirlos, prolongarlos, hacer que converjan, hacer que se manifiesten de una nueva manera” (Deleuze, 1987: 51). En este sentido, la modernidad puede ser entendida como un complejo entramado de regímenes punitivos, en el cual el Estado se conforma como un ente dotado y legitimado para ejercer la violencia legítima (en el sentido weberiano del término).
Si bien es cierto que el siglo XIX puede ser visto como el momento en el cual se inventan y se ponen en circulación (dentro del campo social) todo un conjunto de libertades; no es menos cierto que esas libertades poseen a la vez un reverso en el cual se estructura todo un complejo entramado de dispositivos y procedimientos destinados a dividir en zonas, controlar, medir, clasificar, encauzar y dirigir a los sujetos y las subjetividades, para a producir individuos a la vez dóciles y útiles que contribuyan en la producción y funcionamiento de sociedades que se organizan cada vez más a partir del capital y el capitalismo como ejes estructurales y estructurantes de lo social, lo cultural, lo económico y lo político.
En la actualidad, las sociedades disciplinarias han entrado en una nueva fase al reconfigurarse como sociedades de control. Ya no se trata exclusivamente de la producción, por ejemplo, de máquinas antimasturbatorias para niños o de los mecanismos de las prisiones para adultos; ahora estamos en presencia de una compleja red de poder que se encarga de introducir mecanismos de control en el detalle efímero, en el transitar cotidiano, constituyendo de este modo espacios sociales en los cuales el poder ya no se presenta, como en la sociedades disciplinarias, dentro de espacios cerrados, delimitados y concretos; sino por el contrario, a partir del ejercicio difuso e indefinido de un poder que se extiende y traspasa todo el campo social, a través de la articulación y readecuación de una especie de telaraña flexible que organiza a los ciudadanos y los implica dentro de estrategias de normatividad y metanormalización. Si en los espacios de encierro se moldean de diversas maneras las consciencias y los cuerpos, “los controles constituyen una modulación, como una suerte de moldeado autodeformante que cambia constantemente y a cada instante, como un tamiz cuya malla varía en cada punto” (Deleuze, 1999: 278). En este sentido, las sociedades de control requieren para su funcionamiento y eficacia, que sea el propio individuo quien incorpore y adapte los mecanismos de poder y control para su propia sujeción.
De este modo, las sociedades de control funcionan y se expanden porque en ellas se lleva a cabo un complejo sistema de asimilación que actúa desde adentro, desde las entrañas del campo social e incorpora a los sujetos, ya no de manera impositiva, normalizadora y disciplinaria desde un centro de poder y de control; sino que es el propio sujeto quien es activado, movilizado (o si se prefiere agenciado), para convertirse desde su microcentro en colaborador activo, constituyéndose en una especie de suplemento investido de un aura autonómica de individuación que, en última instancia, revela que “la relación consigo mismo como control es un poder que se ejerce sobre sí mismo en el poder que se ejerce sobre los otros” (Deleuze, 1987: 132).
Un ejemplo claro de como se ha enquistado en nuestras sociedades el control como mecanismo de poder y sujeción, lo vemos a diario en las inspecciones de seguridad de los aeropuertos de todo el mundo. Resulta asombroso como nos hemos habituado al sometimiento convirtiéndonos en sujetos dóciles que aceptamos ser despojados de nuestros objetos personales, ser toqueteados por agentes que recorren con sus manos nuestro cuerpo o de pasar por un escáner en la que un empleado de seguridad observa nuestro interior más íntimo; una serie de procedimientos y de artefactos tecnológicos que resumen nuestra pasividad ante un mundo administrado en base a un contrato social que resulta inadmisible. ¿Cómo hemos podido aceptar esto?
Pero no es sólo nuestra pasividad e indulgencia ante los mecanismo de control que se nos imponen en los aeropuerto lo más revelador de nuestro devenir como sociedades de control, sino el hecho de propiciar, en pro de nuestra propia seguridad, dichos controles. Si el día de mañana se eliminaran todas esas restricciones, no serían pocos quienes se levantarían exigiendo la reposición de las medidas de seguridad y de control, porque en nuestras consciencias ya se encuentra integrada la paranoia y la sospecha dentro un mundo en el cual el vecino es siempre un potencial enemigo. Así, en nombre de la más alta seguridad se instala un miedo endémico, una obsesión incontrolable por el control, en que el remedio es peor que la enfermedad, ya que “ni siquiera estamos al amparo de los efectos perversos que suponen las medidas de seguridad, control y prevención” (Baudrillard, 1991: 114).
En definitiva, si en las sociedades disciplinarias siempre había que empezar de cero (finalizada la escuela, empieza el ejército y de ahí a la fábrica), en las sociedades de control nunca se termina nada, todo queda en un estado de indefinición, abierto a un conjunto de circuitos en el cual las ondulaciones, los pliegues y las dilataciones no permiten que se cierre nunca el ciclo iniciado, sino más bien lo abren hacia una discontinuidad de posibles: “la empresa, la formación o el servicio son los estados metaestables y coexistentes de una misma modulación, una especie de deformador universal” (Deleuze, 1999: 278).
Referencias
Baudrillard, Jean. 1991. La transparencia del mal. Barcelona: Anagrama
Deleuze, Gilles. 1987. Foucault. Barcelona: Paidós.
Deleuze, Gilles. 1999. Conversaciones 1972-1990. Valencia-Pre-textos.