Con
la conmemoración de los 40 años del golpe de Estado en Chile, una de las
justificaciones más recurrente entre aquellos civiles que apoyaron el golpe y
que participaron activamente (o no) en la dictadura, es la de esgrimir que la derecha
“nunca puede arrepentirse de haber formado parte del gobierno militar,
fundamentalmente por la legitimidad que tuvo desde el punto de vista de
recuperar la libertad en Chile” (Patricio Melero, Pdte. de la UDI). Viniendo
del el gremialismo, el uso de la palabra ‘libertad’ debe entenderse como la
apertura económica y la reducción del Estado a una función netamente
subsidiaria. Jaime Guzmán, ideólogo de la dictadura, sostenía que era
“importante consagrar el principio de la descentralización del poder o de la
subsidiariedad, entendiendo que la función del Estado es, en primera instancia,
la de integrar y coordinar las diversas actividades del país y sólo, en
subsidio, y en segunda instancia, la de asumir en forma directa una tarea
específica”. Para Guzmán, “la clave de la libertad está en la vigencia del
principio de subsidiariedad, antes que en el respeto a las libertades
políticas”.
Lo
que pone en juego, a grandes rasgos, la ideología subsidiaria impulsada por el
pinochetismo ultraderechista, es la de permitir la privatización
de las diversas esferas de lo público –principalmente la esfera económica- y
restringir lo valórico a una visión católica y castrante. Así por ejemplo, no
deja de ser paradójico como la derecha neoliberal defiende una sociedad de mercado en la que el
individuo se constituye como un ente consumidor que puede “elegir” el bien de
consumo que le venga en gana (siempre y cuando puedan pagarlo). En cambio,
cuando la posibilidad de elección implica entrar en el terreno de moral y los
valores, los neoconservadoras imponen una clausura a la posibilidad elegir
libremente. De esto se desprende una moralidad ultra prohibitiva y que restringe a
los sujetos y las subjetividades a un maniqueísmo que se desliza entre el bien
y el mal, el cual comprime y reduce la noción de libertad a las reglas que
imperan en la sociedad de mercado y,
cuya meta es la ordenación de un conjunto de valores nacionalistas, patrióticos
y religiosos que se van configurando como una ideología que bajo una retórica
moralizante busca persuadir e imponer una manera de pensar lo social, lo
cultural y lo político bajo los criterios y la autoridad de los valores y las
normas morales tradicionales devenidas del nacionalismo religioso.
Ahora
bien, aquellos que definen, defienden y se benefician del modelo neoliberal
instaurado por la dictadura, son también quienes equiparan, como si de dos
hermanos siameses se tratara, neoliberalismo con libertad. Sistemáticamente se
ha ido instalando dentro de los imaginarios sociales toda una vulgata
reaccionaria que tiene como finalidad sitiar, dentro de las entrañas del campo
social, la idea de que la libertad pasa por la racionalidad individualista,
privada y privatizante de las distintas esferas y campos que componen lo
social, lo cultural, lo político y lo económico.
A
partir de la divulgación masiva de un léxico que utiliza un conjunto de conceptos
venidos de la economía política, la filosofía, el derecho y la ingeniería
social, surge la idea de que la libertad –en su sentido positivo- según Isaiah
Berlin, “se deriva del deseo por parte del individuo de ser su propio dueño”.
Se trata, siguiendo esta línea de pensamiento reaccionariamente liberal, de
anteponer la autorrealización personal por sobre el colectivo, lo comunitario y
el nosotros. Como ha observado Pierre
Bourdieu, “la difusión de esta nueva vulgata planetaria –en la cual no
escuchamos ‘capitalismo’, ‘clase’, ‘explotación’, ‘dominación’, ‘desigualdad’ y
tantos vocablos definitivamente desalojados bajo el pretexto de que son
obsoletos o de que están fuera de lugar- es el producto de un imperialismo propiamente
simbólico”.
De
este modo, desde una postura reaccionaria y neoconservadora se elabora toda una
amalgama discursiva que ejerce no sólo una violencia económica sobre las clases
sociales menos favorecidas, sino también una violencia simbólica que tiene el
efecto de suscitar la sumisión a una entelequia comunicativa que tiende a
universalizar una hegemonía política, social y económica que se sostiene sobre
la relación de una experiencia particular y de la experiencia histórica en singular.
Se trata, para decirlo coloquialmente, de rascarse con sus propias uñas, de
superar la injusticia social con la voluntad del emprendimiento, con la
posibilidad de que todos, supuestamente (de ahí su categoría de mito), nos
enriquecemos juntos.
El
discurso neoconservador encubre su marca de fábrica bajo una forma
irreconocible en la que el poder del mito trabaja para el mito del poder
homologando libertad con neoliberalismo, libre mercado con libertad de elección,
empresa privada con autorrealización, etc.; despojando al Estado de su
potencialidad como sistema político en el que convergemos Todos; reduciendo el Nosotros
a una incisión en la que se persigue separar y dividir al colectivo a través de
la elaboración de un conjunto de operaciones discursivas y fetiches.
Quizás
ahí radica la eficacia simbólica de los neoliberales: la de situar y ligar tan
estrechamente, hasta hacerlos inseparables, el mito de la libertad con la idea
de que a través de la racionalidad tecnológica, la voluntad individual para participar
dentro de un sistema económico en el que el deseo del individuo de ser su
propio amo se alcanza la libertad como autogobierno y autocontrol. Este mito
–al ser un habla generalizada, instalada como sentido común incuestionable
entre quienes comparten un mismo habitus
de clase y entre quienes detentan un mismo (o similar) capital económico,
cultural, simbólico y político-, les ha permitido materializar su dominio social en un único superpoder
que se caracteriza por el progresivo y deliberado desmantelamiento del Estado
Social para dar paso al advenimiento vertiginoso y correlativo del Estado Penal
(Bourdieu). Al retirar la economía política del Estado y al reforzar los
componentes policiacos y penales, la desregulación de los flujos financieros y
mercados laborales se instauran como el paradigma dominante de una mitología
que reduce las protecciones sociales y celebra la moralización de la responsabilidad individual como acto de libertad plena.
En
suma, la razón neoliberal logra su realización mitológica a través de la
instauración de la noción de libertad como emblema y fetiche. Sin embargo,
basta recorrer un poco las grandes urbes latinoamericanas para darse cuenta de
que el resultado más visible y perdurable del neoliberalismo y su mitología
libertaria ha sido, como señala Atilio Borón, “la constitución de una sociedad dual, estructurada a dos velocidades y que coagula en un
verdadero apartheid social”.