25 de agosto de 2012

Ella sólo quería que la iglesia se viera más bonita


El llegar a ser lo que se es presupone el no barruntar ni de lejos lo que se es. Desde este punto de vista tienen su sentido y valor propios incluso los desaciertos de la vida, los momentáneos caminos secundarios y errados, los retrasos, las «modestias», la seriedad dilapidada en tareas situadas más allá de la tarea.
Friedrich Nietzsche, Ecce Homo


Hasta hace algunos días atrás la ermita del Santuario de la Misericordia, ubicada en la cima de un monte a unos cinco kilómetros de Borja (Zaragoza), no era visitada por grandes multitudes ni se conocía mayormente las obras de arte que ella posee. Más bien, la ermita se configura, simbólica y culturalmente, como un espacio social utilizado, casi exclusivamente, por los parroquianos de Borja y alrededores, un sitio vivido y experimentado por y para esos feligreses y vecinos del lugar.

Sin embargo, la particular restauración realizada por la señora Cecilia Giménez, de la pintura Ecce Homo de Elías García Martínez que adorna una de las murallas de la iglesia, ha colocado en el ojo del huracán mediático a la ermita, a su restauradora, a la pintura de Elías García y a una seguidilla de conservadores (en el sentido profesional e ideológico de la palabra) que han puesto el grito en el cielo, por una obra que no pasará a la historia del arte por ser una obra maestra y respecto a la que incluso el propio artista declara – según se lee en su dedicatoria- : “Este es el resultado de dos horas de trabajo a la Virgen de la Misericordia”.

Desde mi perspectiva, lo que pone de manifiesto este particular hecho, es el modo en que nuestras sociedades han convertido el patrimonio y lo patrimoniable en una suerte de pedestal inalcanzable, rodeado de un aura intocable, distante y lejana. Pareciera ser, que la apropiación y resignificación popular de una obra, su intervención y su uso social no es aplicable dentro de una legitimidad y legalidad en la cual, el patrimonio se configura como “obras” que deben ser resguardadas de los usos sociales, situándolas lejos del ciudadano de a pie, en altares de poder en las que deviene un patrimonio cultural destinado exclusivamente a la contemplación.

Lo que la octogenaria Cecilia Giménez ha realizado es un acto de uso. Su intervención-restauración nos enseña que la producción cultural no es solamente un fenómeno derivado de la sociedad, sino que al mismo tiempo es un elemento cohesionador y articulador de relaciones sociales. En este sentido, lo que sale a la luz con la intervención la señora Giménez, es una particular mirada del entorno sociocultural, donde si bien es cierto que la preservación y patrimonialización son sin duda alguna un proceso seleccionador y transformador del pasado, éste debe ser reactualizado en el presente, absorbido por los actores sociales e integrado en las entrañas del cuerpo social, como es el caso de la ermita de Borja, puesto que, ella, sólo quería que la iglesia se viera más bonita.

Lo que tenemos en este maravilloso emprendimiento de restauración es un acto performativo que ha evidenciado la manera en la cual el patrimonio cultural se encuentra cooptado por el poder cultural de una élite en conflicto con una cultura popular que legítimamente considera cierto patrimonio como propio. Por lo tanto, la acción performativa y la reacción desencadenada por ésta, motiva preguntarnos qué es el patrimonio cultural, a quién pertenece y cuál es el tratamiento apropiado que hay que darle; quién es esa humanidad para la que los productos culturales se momifican, plastifican, guardan en una bóveda; quiénes son los legítimos conservadores y usuarios de tradiciones artísticas que adquieren todo su sentido dentro del contexto de determinadas creencias; para qué conservamos lo que conservamos.

Finalmente, siguiendo a Judith Butler, podríamos decir que el acto de intervención-restauración emprendido por la octogenaria Cecilia Giménez, nos ayuda a explicar la forma en la cual los distintos agentes sociales constituyen la realidad social por medio del lenguaje, del gesto, y de todo tipo de signos sociales simbólicos. Al mismo tiempo, podemos apreciar cómo determinados gestos, discursos, acontecimientos o signos que se apartan del corral de la hegemonía cultural son inmediatamente castigados socialmente. Al eliminar estos actos performativos-insubordinados y reinstaurar un dominio y control sobre la producción cultural se establecen mecanismos que se imponen como correctos y, con ello, se estructuran y articulan un conjunto de reglas implícitas sobre lo que puede ser enunciado o percibido en forma válida dentro de lo que consideramos patrimonio cultural. Dichas reglas operan de un modo que Bourdieu llama violencia simbólica y no deja de ser estremecedora la unanimidad y universalidad con la que esta violencia ha sido ejercida contra Cecilia Giménez.