17 de septiembre de 2013

LA NOCIÓN DE LIBERTAD COMO ARMA NEOCONSERVADORA


Con la conmemoración de los 40 años del golpe de Estado en Chile, una de las justificaciones más recurrente entre aquellos civiles que apoyaron el golpe y que participaron activamente (o no) en la dictadura, es la de esgrimir que la derecha “nunca puede arrepentirse de haber formado parte del gobierno militar, fundamentalmente por la legitimidad que tuvo desde el punto de vista de recuperar la libertad en Chile” (Patricio Melero, Pdte. de la UDI). Viniendo del el gremialismo, el uso de la palabra ‘libertad’ debe entenderse como la apertura económica y la reducción del Estado a una función netamente subsidiaria. Jaime Guzmán, ideólogo de la dictadura, sostenía que era “importante consagrar el principio de la descentralización del poder o de la subsidiariedad, entendiendo que la función del Estado es, en primera instancia, la de integrar y coordinar las diversas actividades del país y sólo, en subsidio, y en segunda instancia, la de asumir en forma directa una tarea específica”. Para Guzmán, “la clave de la libertad está en la vigencia del principio de subsidiariedad, antes que en el respeto a las libertades políticas”.

Lo que pone en juego, a grandes rasgos, la ideología subsidiaria impulsada por el pinochetismo  ultraderechista, es la de permitir la privatización de las diversas esferas de lo público –principalmente la esfera económica- y restringir lo valórico a una visión católica y castrante. Así por ejemplo, no deja de ser paradójico como la derecha neoliberal defiende una sociedad de mercado en la que el individuo se constituye como un ente consumidor que puede “elegir” el bien de consumo que le venga en gana (siempre y cuando puedan pagarlo). En cambio, cuando la posibilidad de elección implica entrar en el terreno de moral y los valores, los neoconservadoras imponen una clausura a la posibilidad elegir libremente. De esto se desprende una moralidad ultra prohibitiva y que restringe a los sujetos y las subjetividades a un maniqueísmo que se desliza entre el bien y el mal, el cual comprime y reduce la noción de libertad a las reglas que imperan en la sociedad de mercado y, cuya meta es la ordenación de un conjunto de valores nacionalistas, patrióticos y religiosos que se van configurando como una ideología que bajo una retórica moralizante busca persuadir e imponer una manera de pensar lo social, lo cultural y lo político bajo los criterios y la autoridad de los valores y las normas morales tradicionales devenidas del nacionalismo religioso.

Ahora bien, aquellos que definen, defienden y se benefician del modelo neoliberal instaurado por la dictadura, son también quienes equiparan, como si de dos hermanos siameses se tratara, neoliberalismo con libertad. Sistemáticamente se ha ido instalando dentro de los imaginarios sociales toda una vulgata reaccionaria que tiene como finalidad sitiar, dentro de las entrañas del campo social, la idea de que la libertad pasa por la racionalidad individualista, privada y privatizante de las distintas esferas y campos que componen lo social, lo cultural, lo político y lo económico.

A partir de la divulgación masiva de un léxico que utiliza un conjunto de conceptos venidos de la economía política, la filosofía, el derecho y la ingeniería social, surge la idea de que la libertad –en su sentido positivo- según Isaiah Berlin, “se deriva del deseo por parte del individuo de ser su propio dueño”. Se trata, siguiendo esta línea de pensamiento reaccionariamente liberal, de anteponer la autorrealización personal por sobre el colectivo, lo comunitario y el nosotros. Como ha observado Pierre Bourdieu, “la difusión de esta nueva vulgata planetaria –en la cual no escuchamos ‘capitalismo’, ‘clase’, ‘explotación’, ‘dominación’, ‘desigualdad’ y tantos vocablos definitivamente desalojados bajo el pretexto de que son obsoletos o de que están fuera de lugar- es el producto de un imperialismo propiamente simbólico”.

De este modo, desde una postura reaccionaria y neoconservadora se elabora toda una amalgama discursiva que ejerce no sólo una violencia económica sobre las clases sociales menos favorecidas, sino también una violencia simbólica que tiene el efecto de suscitar la sumisión a una entelequia comunicativa que tiende a universalizar una hegemonía política, social y económica que se sostiene sobre la relación de una experiencia particular y de la experiencia histórica en singular. Se trata, para decirlo coloquialmente, de rascarse con sus propias uñas, de superar la injusticia social con la voluntad del emprendimiento, con la posibilidad de que todos, supuestamente (de ahí su categoría de mito), nos enriquecemos juntos.

El discurso neoconservador encubre su marca de fábrica bajo una forma irreconocible en la que el poder del mito trabaja para el mito del poder homologando libertad con neoliberalismo, libre mercado con libertad de elección, empresa privada con autorrealización, etc.; despojando al Estado de su potencialidad como sistema político en el que convergemos Todos; reduciendo el Nosotros a una incisión en la que se persigue separar y dividir al colectivo a través de la elaboración de un conjunto de operaciones discursivas y fetiches.

Quizás ahí radica la eficacia simbólica de los neoliberales: la de situar y ligar tan estrechamente, hasta hacerlos inseparables, el mito de la libertad con la idea de que a través de la racionalidad tecnológica, la voluntad individual para participar dentro de un sistema económico en el que el deseo del individuo de ser su propio amo se alcanza la libertad como autogobierno y autocontrol. Este mito –al ser un habla generalizada, instalada como sentido común incuestionable entre quienes comparten un mismo habitus de clase y entre quienes detentan un mismo (o similar) capital económico, cultural, simbólico y político-, les ha permitido materializar su dominio social en un único superpoder que se caracteriza por el progresivo y deliberado desmantelamiento del Estado Social para dar paso al advenimiento vertiginoso y correlativo del Estado Penal (Bourdieu). Al retirar la economía política del Estado y al reforzar los componentes policiacos y penales, la desregulación de los flujos financieros y mercados laborales se instauran como el paradigma dominante de una mitología que reduce las protecciones sociales y celebra la moralización de la responsabilidad individual  como acto de libertad plena.

En suma, la razón neoliberal logra su realización mitológica a través de la instauración de la noción de libertad como emblema y fetiche. Sin embargo, basta recorrer un poco las grandes urbes latinoamericanas para darse cuenta de que el resultado más visible y perdurable del neoliberalismo y su mitología libertaria ha sido, como señala Atilio Borón,  “la constitución de una sociedad dual, estructurada a dos velocidades y que coagula en un verdadero apartheid social”.