Las imágenes en movimiento producen sobre mí un efecto hipnótico. Me paro frente a la pantalla del televisor y ésta me absorbe. Me abduce. La imágenes van pasando una tras otra en un encadenamiento infinito vaciado de significación. La imagen televisiva ha perdido toda intensidad, porque en ella la imagen sólo transita para dar paso a otra imagen y a otra, y a otra que también estarán desprovistas de intensidad, porque su finalidad es sólo favorecer un ethos hiperrealista fascinado por los hechos, los acontecimientos, lo directo, las novedades y el espectáculo. Seguiré ahí frente a la pantalla cada vez más desvelado. Cierro los ojos e intento recordar la última imagen que retuve. Se me entremezclan las imágenes y no sé a cual imagen le corresponde su todo. Los fragmentos se multiplican y se dispersan en una explosión imaginaria. No hay duda, estoy atrapado por esa máquina de comunicar que no comunica y, que poco a poco, me va transfigurando en un cuerpo sin órganos, o tal vez, en órganos sin cuerpo…
Las imágenes proyectadas por la televisión se me presentan como la instauración de una nueva utopía que construye hombres y mujeres sin interior, despojados de sí mismos, reducidos a la exclusividad de unas imágenes que simulan una cierta transparencia que hace, por ejemplo, de los horrores más despreciables un evento espectacular. Pero no importa, porque esos horrores pasan de forma excesivamente apresurada ante nuestra retina y no alcanzan a fijarse en nuestra memoria más que como eventos cargados de trivialidad. Por lo tanto, ya no hay memoria porque ésta es constantemente vaciada y vuelta a llenar a partir de una profusión inimaginable de nuevas imágenes, de nuevos acontecimientos que se relatan en vivo y en directo, seguidos inmediatamente, por las argumentaciones que entrega el periodista de turno. Nuestra visión y nuestro pensamiento comienzan a estar cada instante más colonizado, desposeído de toda condición crítica, avasallado por un conjunto de categorizaciones hipercoherentes que, a través de una retórica televisiva, pretende representar la vida en la pantalla.
La televisión nos quiere a su lado; y para ello se ha despojado de cualquier requerimiento, exigencia o imposición. La televisión no necesita de los elementos que las otras mediaciones necesitan: el libro requiere cierta concentración, la radio necesita de la atención auditiva, el cine necesita de la oscuridad. Por el contrario, la televisión sólo necesita que la enciendan. Una vez encendida, su encadenamiento audiovisual genera una sensación de cercanía y aprensión. El televidente se encuentra inmerso en una red de significaciones que le son conocidos. Como señala Beatriz Sarlo, “de todos los discursos que circulan en una sociedad, el de la televisión produce el efecto de mayor familiaridad: el aura televisiva no vive de la distancia sino de mitos cotidianos”.
Plagados de una cotidianidad que se repite sin obstáculos, sin preocupaciones, las narrativas televisivas van elaborando sujetos y subjetividades ahistóricas, atemporales. Así, a través de la instalación de un presente perpetuo, la televisión nos transforma de sujetos sociales a entes abstraídos. Nuestra mente social y colectiva deviene en una mente individual cooptada por una máquina-electrónica que nos satura de imágenes condenadas a satisfacernos ante la ilusión de lo real.
Las narrativas televisivas, al estar vaciadas de todo sentido, actúan sobre el registro simbólico cobijadas por su condición larvaria. Esto es, la televisión está condenada a complacer. Un espantapájaros está ahí para asustar a los pájaros, alejarlos del campo donde está enclavado, mientras que el más terrible de los programas de televisión está allí para atraer a los televidentes. Así, como señala Jean Baudrillard, “La televisión es una imagen que ya no sueña, que ya no imagina, pero que tampoco tiene nada que ver con lo real.” Todo referente debe ser borrado, tachado, hecho desaparecer para que el acontecimiento sea aceptado y absorbido en la pantalla mental de la televisión.
Estoy ahí… atrapado por la infinidad de imágenes que se suceden unas tras otra, sin poder dormir, insomne… objetivado en mi propia individualidad; contemplando todos estos efectos de comunicación que, como nos ha enseñado Baudrillard, “sólo es en el fondo un guión forzado, una ficción ininterrumpida que nos libera del vacío, el de la pantalla, pero también del de nuestra pantalla mental, cuyas imágenes acechamos con la misma fascinación. La imagen del hombre sentado y contemplando, un día de huelga, su pantalla de televisión vacía, será algún día una de las más hermosas imágenes de la antropología del siglo XXI.”
Los historiadores han demostrado que la función-autor fue una apuesta comercial, durante la etapa tardía de la Edad Media y el comienzo del Renacimiento, para legitimar como propiedad individual la distribución del conocimiento intelectual. Como señala Josefina Ludmer, una vez instaurada la función-autor surge, en la Inglaterra del siglo XVII, el derecho de autor, no para proteger a los autores sino para reducir la competencia entre editores. A partir de ahí, y con el florecimiento del capitalismo, comenzó a desarrollarse el mito del autor como entidad creadora, única y original, a partir de la idea de que en la literatura el lenguaje llevaba inscrito una marca o huella que el autor le había impuesto, y por lo tanto, la creación se configura desde entonces como propiedad privada. Este es el punto de partida del ascenso de los derechos de autor que establece el derecho legal de privatizar cualquier producto cultural, ya sean palabras, imágenes o sonidos.
Con la privatización de la creación surge la figura del autor como genio, como una fuente inagotable de novedad y originalidad que hay que resguardar y, al mismo tiempo, hay que poner en circulación como un bien de consumo cultural. El autor aparece como una figura mítica, un nombre determinado que permite agrupar y clasificar un conjunto de textos bajo la firma de un sujeto único. Como nos ha enseñado Michel Foucault, “el nombre del autor funciona para caracterizar un cierto modo de ser del discurso: para un discurso, el hecho de tener un nombre de autor, el hecho de que pueda decirse que ‘esto ha sido escrito por fulano’, o que ‘fulano es su autor’, indica que este discurso no es una palabra cotidiana, indiferente, una palabra que se va, que flota y pasa, una palabra inmediatamente consumible, sino que se trata de una palabra que debe ser recibida de un cierto modo y que debe recibir, en una cultura dada, un cierto estatuto”. (1)
Así, la figura del autor se configura como una categoría colectiva, una suerte de ideologema, que permite inscribirlo dentro de un proceso cognoscitivo que ayuda a reducir la incertidumbre al delimitar su figura-función a un campo determinado, que se encuentra definido por el conjunto del sistema ideológico que le permite figurar. En consecuencia, el autor es una producción ideológica, un microsistema semiótico-ideológico que subyace en una unidad funcional y significativa a partir de su posición transdiscursiva mediante la que se conjura la proliferación de sentido.
EL PLAGIO COMO FÓRMULA SOCIALMENTE
DESLEGITIMADA DE CREACIÓN
Sergei Rachmaninoff (1900) Piano Concerto No. 2 in C minor, Op. 18 Adagio (Extracto)
Eric Carmen (1975) "All by Myself" (Extracto)
No comparto la idea de un autor como entidad iluminada, creadora y creativa; dueño de ideas, palabras o imágenes. Por el contrario, creo que la creación intelectual o artística se crea, se inventa o se piensa desde los contextos socioculturales; es decir, las prácticas artísticas e intelectuales, así como las ideas, no son originales sino más bien responden a yuxtaposiciones, uniones de unas con otras, transformaciones, cambios y migraciones hacia otros territorios. La propiedad intelectual, la privatización de las palabras y de las obras somete a la imaginación al imperativo de una ley que restringe la libre circulación de ideas, saberes y conocimientos.
En otras épocas y otros lugares, el autor fue considerado un vehículo del colectivo que formaba parte de un entramado mayor, en que él o ella, en tanto figura investida desde la base social, se configuraba “como referente de un universo de significados que actuaba como articulador, como enlace con las divinidades, los vientos, los espíritus, los placeres o los sufrimientos”. (2) A partir de la privatización de las ideas, se construye un autor individual y auto-producido. Se elabora la noción de plagio y se la reviste de una serie de connotaciones negativas.
Hasta antes del advenimiento del Iluminismo, el plagio era considerado un medio pertinente y aceptado para la circulación y creación de ideas y textos. Lo practicaron Shakespeare, Marlowe, Chaucer, De Quincey y muchos otros que forman parte de la tradición literaria universal. (3) El plagio era simplemente un recurso más para pensar y crear. Así también lo entendieron las vanguardias artísticas de principio del siglo XX. Surrealistas y dadaístas rechazaban el arte como originalidad y abogaban por una práctica artística de reutilización de objetos y obras de arte: los ready-mades de Duchamp y los montajes con recortes de diarios de Tristan Tzara, son algunos de los ejemplos que ilustran la idea del reciclaje como fórmula para la creación artística. Como señala Josefina Ludmer, fueron los situacionistas los que llevaron estas ideas al campo teórico, defendiendo el uso de fragmentos ya escritos (o imágenes, o películas) como medio para producir otras (nuevas) obras.
Al instaurarse el plagio como delito y como una práctica socialmente degradada, quienes lo utilizan han camuflado su uso con otras palabras: ready-mades, collages, intertextos, apropiaciones y citas. Todas estas modalidades tienen en común el ser exploraciones del plagio y oponerse a las doctrinas esencialitas de la creación artística e intelectual. “Precisamente uno de los objetivos del plagio es restaurar la dinámica y fluidez del significado, apropiando y recombinando fragmentos de cultura. El significado de un texto deriva de sus relaciones con otros textos”.(4)
LA CITAS COMO FÓRMULA SOCIALMENTE
LEGITIMADA DE PLAGIO
Se dice que el gusto por las citas y por la yuxtaposición de citas incongruentes, es un gozo surrealista. Se dice también que Walter Benjamin – una de las sensibilidades surrealistas más profundas - era un apasionado coleccionista de citas. En su extraordinario ensayo sobre Benjamin, Hannah Arendt sostiene que “nada era más característico de él en los años treinta que las libretas de tapa negra que siempre llevaba consigo y donde infatigablemente consignaba en forma de citas las redadas de ‘perlas’ y ‘corales’ que le ofrecían la vida diaria y la lectura. En ocasiones las leía en voz alta, las exhibía como ejemplares de una colección selecta y preciosa”. (5) Benjamin era consciente de las vías que abrían al pensamiento la recopilación y la utilización de citas, ofreciendo una multiplicidad de caminos para un viaje de sentidos oblicuos.
Existen una diversidad de formas de citar y todas las prácticas artísticas e intelectuales practican la cita como una forma socialmente legitimada de reproducción del conocimiento y como fórmula para la creación. Ahora bien, no es igual citar una película que citar un texto escrito. En el cine la cita funciona como la apropiación de un tiempo discursivo, es decir, no se cita de manera textual como en la literatura, sino que se cita una idea, un concepto o un espacio-tiempo determinado. Ejemplo de esto es la escena de las escaleras de Odessa de la película “El Acorazado Potemkin” (1925) de Sergei Eisenstein, escena citada y parodiada por una gran cantidad de filmes (ver video). Otra forma de citar en el cine es la de trasvasijar o transformar una novela en imágenes y sonidos. Ejemplos de novelas u obras de teatro llevadas a la pantalla son innumerables y sólo por nombrar una refiero a “Ran” (1985), de Akira Kurosawa, que está basada en el “Rey Lear” de Shakespeare. Otra historia es el remake, tan común en Hollywood, en el que se pagan los derechos para volver a rodar una película adaptándola a los gustos norteamericanos y a escenarios que no les resulten tan exóticos: “Los siete samuráis” (1954) de Kurosawa se convirtieton en “Los siete magníficos” (1960) de John Sturges.
Un caso excepcional de utilización de citas y de reutilización de una serie de autores e ideas es la película “Noticias de la antigüedad ideológica: Marx, Eisenstein, El capital” (2008) de Alexander Kluge. Esta película, de nueve horas y media de duración, es una invitación a leer “El Capital” de Marx en la gran pantalla. A fines de los años ’20, Eisenstein visitó a James Joyce para que le ayudase a redactar el guión cinematográfico de la afilada crítica al capitalismo de Karl Marx. El director ruso, que pretendía narrarla como un día en la vida de un trabajador, no consiguió completar su proyecto. Más de ochenta años después Alexander Kluge recicla el proyecto, lo transforma y crea una nueva obra.
Lo que he intentado sostener en esta crónica es que la privatización de las ideas, de las palabras, de las imágenes, de los sonidos y de los autores, es un acto reaccionario que refleja la ideología neoliberal que nos aflige hoy en día. Creo que las ideas, las obras y los autores están ahí para ser reutilizados, resignificados y reciclados. La apropiación de una palabra, de una imagen o de un sonido son vehículos legítimos para producir y construir nuevos conocimientos, nuevas obras, nuevos saberes. Después de todo, el Renacimiento – elegantemente definido como redescubrimiento – no es ni más ni menos que un espléndido plagio del arte greco-romano. Si cada artista fuera dueño exclusivo de sus técnicas y pensamientos, si sólo accedieran a la categoría de arte las obras cien por ciento originales, hoy sólo podríamos disfrutar de una ínfima porción de las obras con las que gozamos hoy. La consigna ideal sería que todo libro editado, toda película proyectada o toda música escuchada deben estar a libre disposición.
NOTA: Esta crónica ha sido escrita a partir de plagios, citas y copias de diversos autores que han sido desviados y reciclados para producir este texto.
(1) Michel Foucault, 1999 ¿Qué es un autor? en Entre la filosofía y la literatura: obras esenciales vol. 1. Barcelona: Paidós, p. 337
(2) Cristián Santibáñez Yánez. 2004. “Notas sobre el problema autor y su función”. En Acta Literaria Nº 29. Concepción: versión On-line
(3) Josefina Ludmer. 2007. “Sobre el plagio” En Página 12. versión On-line
(4) Josefina Ludmer. 2007
(5) Hannah Arendt citada por Susan Sontag. 2006. Sobre la fotografía. México DF: Alfaguara, p. 112
La discusión teórica-metodológica acerca de la etnografía ha sido un debate que ha estado presente de forma sistemática en la antropología, desde la primera edición de Los Argonautas del pacífico occidental, en 1922, de Bronislaw Malinowski. La aparición de este libro dio inicio al método etnográfico empírico, convirtiendo a Malinowski en el padre fundador del trabajo de campo, al mismo tiempo que inauguró un cuestionamiento epistemológico desde y sobre el trabajo de campo antropológico que nos acompaña hasta nuestros días.
Aunque la definición de etnografía ha variado en función de las diversas perspectivas teóricas, todas ellas poseen una base común que refiere a una metodología de obtención de datos que se funda en conceptos como emic, observación participante y la prolongada permanencia en el lugar. A partir de esas ideas se ha construido el mito del antropólogo camaleónico, mimetizado a la perfección en sus ambientes exóticos, como un milagro andante de empatía, tacto, paciencia y cosmopolitismo. Si esta imagen ya había sido debilitada por los grandes nombres de la disciplina (Malinowski, Geertz, Clifford, entre otros) el empujón final se lo da la televisión.
“Perdidos en la tribu” es un reality del canal 4 de España, en el que tres familias conviven con tres distintas tribus “primitivas” de lugares remotos. A lo largo de veintiún días “deben aprender a sobrevivir y convivir con las costumbres de las tribus (…) enfrentándose a extraños rituales, a una desagradable dieta diaria o a un entorno particularmente hostil”.(1) Las familias españolas luchan por ser aceptadas y “convertirse en uno más de la tribu”.
No voy a profundizar acerca de la construcción que se hace del otro porque bastante se ha escrito al respecto y ya habrá mejor pretexto para reflexionar acerca de la construcción de la otredad. Como pasa tan menudo, este programa presenta al “otro” como un constructo y una excusa para hablar de nosotros mismo.
Es cierto que los objetivos que los etnógrafos tienen cuando van a terreno son diferentes a los de estas familias que van a concursar por un premio en metálico y sin duda el gancho del programa radica en extremar las situaciones embarazosas por las que tienen que pasar los españoles. Aún así, lo que consigue es desmitificar la idea del encuentro como una instancia que necesariamente implica la generación de conocimiento. Por el contrario, el encuentro acentúa las desigualdades políticas entre visitante y anfitrión y todos los desencuentros que ello acarrea.
Si la etnografía, como lo señala James Clifford, produce interpretaciones culturales a partir de intensas experiencias de investigación que se fundan, básicamente, en la observación participante que obliga a sus practicantes a experimentar, a un nivel tanto intelectual como corporal, las vicisitudes de la traducción; entonces el estar allí se constituye en la pieza angular de una autoridad etnográfica. Por lo tanto, lo que provoca este tipo de programas es el debilitamiento de la autoridad etnográfica, puesto que el discurso etnográfico ya no puede construirse sólo y exclusivamente desde la descripción de las relaciones intersubjetivas que se dan al interior de un encuentro. Por otra parte, “Perdidos en la tribu” nos revela que la experiencia etnográfica no puede sustentarse exclusivamente en la simulación de un encuentro que se desmorona ante la insistencia de una convivencia que “sobrevive en una antietnología cuya tarea es la de volver a inyectar diferenciaficción entre los salvajes”.
De ahí que “Perdidos en la tribu” se configura como subsidiara de aquella etnografía (o mala etnografía) que sólo da respuestas circulares y vacías a preguntas y actos circulares y vacíos. Es, en última instancia la derrota de la etnografía, la destrucción de la imagen del etnógrafo. La pregunta viene de súbito: Y, ¿ tiene alguna importancia la destrucción de la imagen del etnógrafo? Importa cuando uno ha sustentado toda la validez científica de una disciplina en base a una práctica y no en base a una epistemología. Si no es así, uno puede tranquilamente usar el control remoto.
El fútbol es un juego altamente estructurado que posee un conjunto de reglas que objetivan y norman su práctica. Dentro de esta estructura los jugadores tienen la posibilidad de desplazarse y crear subjetividades, es decir, crear movimientos particulares y propios que hacen que los jugadores sean vistos como individualidades al servicio de un colectivo (el equipo). Así, hablamos de Maradona, Pelé o Messí como sujetos dotados de cualidades que a veces nos seducen, maravillan o cautivan, y en otras, nos defraudan, decepcionan o disgustan. Es sobre esas cualidades acerca de las que los fanáticos del fútbol generan una enorme cantidad de discursos acerca de la práctica del fútbol. Por otro lado, están los medios de comunicación de masas, en especial la televisión, que se han posicionado como instituciones que mediatizan las transformaciones socioculturales que se desarrollan en las sociedades posmodernas.
Ahora bien, la producción discursiva que realizan en los programas de televisión dedicados a comentar el fútbol “transforma el acontecer futbolístico en un texto y lo pone en el formato del evento espectacular”.(1) Se construye entonces, toda una serie de discursividades que, a sabiendas o a ciegas, positivan en la pantalla un conjunto de ideologías, prácticas y saberes que, en última instancia, subyacen bajo la creencia que sólo estamos hablando de fútbol. Por lo tanto, al hablar de fútbol inevitablemente también dejamos entrever otras manifestaciones que se encuentran arraigadas en los sujetos y por extensión en la sociedad en su conjunto.
Es evidente que hoy en día la práctica del fútbol profesional se ha transformado en un evento mediático, esto es, “una realidad futbolística instituida y creada por los medios (en especial la TV, aunque no exclusivamente), que hegemoniza resignificando los planos tradicionales en que se había desarrollado el fútbol”.(2) El fútbol mediático es ese fútbol-mercancía, donde los criterios del mercado se constituyen como el factor más relevante en la articulación del evento deportivo, es decir, “el mercado y los medios han impuesto el criterio de la rentabilidad a corto plazo, el éxito inmediato y el costo mínimo”.(3)
A partir de esos criterios, que no son otros que los criterios del capitalismo neoliberal, se elabora toda una circulación inacabable de oferta de espectáculos, informaciones y productos futbolísticos que transitan en los medios. Este es el caso del programa Punto Pelota de la señal Intereconomía de España y que sale al aire de domingo a jueves pasada de la medianoche. El programa, que posee una escenografía que busca simular el camarín de un equipo de fútbol, está compuesto por un presentador, una mujer (que lee los mensajes de texto que envían los teleespectadores) y seis o siete contertulios, en su mayoría periodistas deportivos mezclados con algunos ex-futbolistas. El formato del programa se estructura como una suerte de debate en donde se discuten puntos de vista con respecto a determinadas jugadas, partidos, etc. Ahora bien, la forma en que los discursos de los panelistas adquieren sentido dentro del programa, se estructuran, en su mayoría, bajo una mirada mercantil de la actividad en el que futbolistas y entrenadores son inscritos bajo criterios mercantiles, y los hinchas son reemplazados por el ideal del espectador-consumidor.
Así, los discursos acerca del fútbol que emergen desde los medios de comunicación de masas, se configuran como máscaras modernizadas de la implantación neoconservadora. Se apela al progreso, a la eficiencia e incluso a la moral para glorificar un capitalismo radical “sin más ley que la del beneficio máximo, capitalismo sin freno ni disimulos pero racionalizado, llevado al límite de su eficacia económica gracias a las formas modernas de dominación”. (4) De ahí que el fútbol como pasión dominante, se constituye en un espacio discursivo donde sintetizar la ideología neoliberal “que hace del dinero la medida de todas las cosas, del valor de los hombres y las mujeres en el mercado de trabajo y en todas las dimensiones de la existencia”.(5)
(1) Eduardo Santa Cruz. 2001 “Mediatización y vida cotidiana: el caso del fútbol” En Investigación y crítica Nº 7, Santiago de Chile: Universidad ARCIS, p. 35.
(2) Ibíd.: 42
(3) Ibíd.: 42
(4) Pierre Bourdieu. 2002. Pensamiento y acción. Buenos Aires: Libros del zorzal, p. 30. (5) Ibíd.: 35.