"Sólo sobre un muerto no tiene potestad nadie."
Walter Benjamin
Los historiadores han demostrado que la función-autor fue una apuesta comercial, durante la etapa tardía de la Edad Media y el comienzo del Renacimiento, para legitimar como propiedad individual la distribución del conocimiento intelectual. Como señala Josefina Ludmer, una vez instaurada la función-autor surge, en la Inglaterra del siglo XVII, el derecho de autor, no para proteger a los autores sino para reducir la competencia entre editores. A partir de ahí, y con el florecimiento del capitalismo, comenzó a desarrollarse el mito del autor como entidad creadora, única y original, a partir de la idea de que en la literatura el lenguaje llevaba inscrito una marca o huella que el autor le había impuesto, y por lo tanto, la creación se configura desde entonces como propiedad privada. Este es el punto de partida del ascenso de los derechos de autor que establece el derecho legal de privatizar cualquier producto cultural, ya sean palabras, imágenes o sonidos.
Con la privatización de la creación surge la figura del autor como genio, como una fuente inagotable de novedad y originalidad que hay que resguardar y, al mismo tiempo, hay que poner en circulación como un bien de consumo cultural. El autor aparece como una figura mítica, un nombre determinado que permite agrupar y clasificar un conjunto de textos bajo la firma de un sujeto único. Como nos ha enseñado Michel Foucault, “el nombre del autor funciona para caracterizar un cierto modo de ser del discurso: para un discurso, el hecho de tener un nombre de autor, el hecho de que pueda decirse que ‘esto ha sido escrito por fulano’, o que ‘fulano es su autor’, indica que este discurso no es una palabra cotidiana, indiferente, una palabra que se va, que flota y pasa, una palabra inmediatamente consumible, sino que se trata de una palabra que debe ser recibida de un cierto modo y que debe recibir, en una cultura dada, un cierto estatuto”. (1)
Así, la figura del autor se configura como una categoría colectiva, una suerte de ideologema, que permite inscribirlo dentro de un proceso cognoscitivo que ayuda a reducir la incertidumbre al delimitar su figura-función a un campo determinado, que se encuentra definido por el conjunto del sistema ideológico que le permite figurar. En consecuencia, el autor es una producción ideológica, un microsistema semiótico-ideológico que subyace en una unidad funcional y significativa a partir de su posición transdiscursiva mediante la que se conjura la proliferación de sentido.
EL PLAGIO COMO FÓRMULA SOCIALMENTE
DESLEGITIMADA DE CREACIÓN
DESLEGITIMADA DE CREACIÓN
Eric Carmen (1975) "All by Myself" (Extracto)
No comparto la idea de un autor como entidad iluminada, creadora y creativa; dueño de ideas, palabras o imágenes. Por el contrario, creo que la creación intelectual o artística se crea, se inventa o se piensa desde los contextos socioculturales; es decir, las prácticas artísticas e intelectuales, así como las ideas, no son originales sino más bien responden a yuxtaposiciones, uniones de unas con otras, transformaciones, cambios y migraciones hacia otros territorios. La propiedad intelectual, la privatización de las palabras y de las obras somete a la imaginación al imperativo de una ley que restringe la libre circulación de ideas, saberes y conocimientos.
En otras épocas y otros lugares, el autor fue considerado un vehículo del colectivo que formaba parte de un entramado mayor, en que él o ella, en tanto figura investida desde la base social, se configuraba “como referente de un universo de significados que actuaba como articulador, como enlace con las divinidades, los vientos, los espíritus, los placeres o los sufrimientos”. (2) A partir de la privatización de las ideas, se construye un autor individual y auto-producido. Se elabora la noción de plagio y se la reviste de una serie de connotaciones negativas.
Hasta antes del advenimiento del Iluminismo, el plagio era considerado un medio pertinente y aceptado para la circulación y creación de ideas y textos. Lo practicaron Shakespeare, Marlowe, Chaucer, De Quincey y muchos otros que forman parte de la tradición literaria universal. (3) El plagio era simplemente un recurso más para pensar y crear. Así también lo entendieron las vanguardias artísticas de principio del siglo XX. Surrealistas y dadaístas rechazaban el arte como originalidad y abogaban por una práctica artística de reutilización de objetos y obras de arte: los ready-mades de Duchamp y los montajes con recortes de diarios de Tristan Tzara, son algunos de los ejemplos que ilustran la idea del reciclaje como fórmula para la creación artística. Como señala Josefina Ludmer, fueron los situacionistas los que llevaron estas ideas al campo teórico, defendiendo el uso de fragmentos ya escritos (o imágenes, o películas) como medio para producir otras (nuevas) obras.
Al instaurarse el plagio como delito y como una práctica socialmente degradada, quienes lo utilizan han camuflado su uso con otras palabras: ready-mades, collages, intertextos, apropiaciones y citas. Todas estas modalidades tienen en común el ser exploraciones del plagio y oponerse a las doctrinas esencialitas de la creación artística e intelectual. “Precisamente uno de los objetivos del plagio es restaurar la dinámica y fluidez del significado, apropiando y recombinando fragmentos de cultura. El significado de un texto deriva de sus relaciones con otros textos”.(4)
LEGITIMADA DE PLAGIO
Se dice que el gusto por las citas y por la yuxtaposición de citas incongruentes, es un gozo surrealista. Se dice también que Walter Benjamin – una de las sensibilidades surrealistas más profundas - era un apasionado coleccionista de citas. En su extraordinario ensayo sobre Benjamin, Hannah Arendt sostiene que “nada era más característico de él en los años treinta que las libretas de tapa negra que siempre llevaba consigo y donde infatigablemente consignaba en forma de citas las redadas de ‘perlas’ y ‘corales’ que le ofrecían la vida diaria y la lectura. En ocasiones las leía en voz alta, las exhibía como ejemplares de una colección selecta y preciosa”. (5) Benjamin era consciente de las vías que abrían al pensamiento la recopilación y la utilización de citas, ofreciendo una multiplicidad de caminos para un viaje de sentidos oblicuos.
Existen una diversidad de formas de citar y todas las prácticas artísticas e intelectuales practican la cita como una forma socialmente legitimada de reproducción del conocimiento y como fórmula para la creación. Ahora bien, no es igual citar una película que citar un texto escrito. En el cine la cita funciona como la apropiación de un tiempo discursivo, es decir, no se cita de manera textual como en la literatura, sino que se cita una idea, un concepto o un espacio-tiempo determinado. Ejemplo de esto es la escena de las escaleras de Odessa de la película “El Acorazado Potemkin” (1925) de Sergei Eisenstein, escena citada y parodiada por una gran cantidad de filmes (ver video). Otra forma de citar en el cine es la de trasvasijar o transformar una novela en imágenes y sonidos. Ejemplos de novelas u obras de teatro llevadas a la pantalla son innumerables y sólo por nombrar una refiero a “Ran” (1985), de Akira Kurosawa, que está basada en el “Rey Lear” de Shakespeare. Otra historia es el remake, tan común en Hollywood, en el que se pagan los derechos para volver a rodar una película adaptándola a los gustos norteamericanos y a escenarios que no les resulten tan exóticos: “Los siete samuráis” (1954) de Kurosawa se convirtieton en “Los siete magníficos” (1960) de John Sturges.
Un caso excepcional de utilización de citas y de reutilización de una serie de autores e ideas es la película “Noticias de la antigüedad ideológica: Marx, Eisenstein, El capital” (2008) de Alexander Kluge. Esta película, de nueve horas y media de duración, es una invitación a leer “El Capital” de Marx en la gran pantalla. A fines de los años ’20, Eisenstein visitó a James Joyce para que le ayudase a redactar el guión cinematográfico de la afilada crítica al capitalismo de Karl Marx. El director ruso, que pretendía narrarla como un día en la vida de un trabajador, no consiguió completar su proyecto. Más de ochenta años después Alexander Kluge recicla el proyecto, lo transforma y crea una nueva obra.
Lo que he intentado sostener en esta crónica es que la privatización de las ideas, de las palabras, de las imágenes, de los sonidos y de los autores, es un acto reaccionario que refleja la ideología neoliberal que nos aflige hoy en día. Creo que las ideas, las obras y los autores están ahí para ser reutilizados, resignificados y reciclados. La apropiación de una palabra, de una imagen o de un sonido son vehículos legítimos para producir y construir nuevos conocimientos, nuevas obras, nuevos saberes. Después de todo, el Renacimiento – elegantemente definido como redescubrimiento – no es ni más ni menos que un espléndido plagio del arte greco-romano. Si cada artista fuera dueño exclusivo de sus técnicas y pensamientos, si sólo accedieran a la categoría de arte las obras cien por ciento originales, hoy sólo podríamos disfrutar de una ínfima porción de las obras con las que gozamos hoy. La consigna ideal sería que todo libro editado, toda película proyectada o toda música escuchada deben estar a libre disposición.
NOTA: Esta crónica ha sido escrita a partir de plagios, citas y copias de diversos autores que han sido desviados y reciclados para producir este texto.
(1) Michel Foucault, 1999 ¿Qué es un autor? en Entre la filosofía y la literatura: obras esenciales vol. 1. Barcelona: Paidós, p. 337
(2) Cristián Santibáñez Yánez. 2004. “Notas sobre el problema autor y su función”. En Acta Literaria Nº 29. Concepción: versión On-line
(3) Josefina Ludmer. 2007. “Sobre el plagio” En Página 12. versión On-line
(4) Josefina Ludmer. 2007
(5) Hannah Arendt citada por Susan Sontag. 2006. Sobre la fotografía. México DF: Alfaguara, p. 112