El llegar a ser lo que se es presupone el no barruntar ni de
lejos lo que se es. Desde este punto de vista tienen su sentido y valor propios
incluso los desaciertos de la vida, los momentáneos caminos secundarios y
errados, los retrasos, las «modestias», la seriedad dilapidada en tareas
situadas más allá de la tarea.
Friedrich
Nietzsche, Ecce Homo
Hasta hace algunos días atrás la ermita del Santuario de la Misericordia,
ubicada en la cima de un monte a unos cinco kilómetros de Borja (Zaragoza), no
era visitada por grandes multitudes ni se conocía mayormente las obras de arte
que ella posee. Más bien, la ermita se configura, simbólica y culturalmente,
como un espacio social utilizado, casi exclusivamente, por los parroquianos de
Borja y alrededores, un sitio vivido y experimentado por y para esos feligreses
y vecinos del lugar.
Sin embargo, la particular restauración realizada por la señora Cecilia
Giménez, de la pintura Ecce Homo de
Elías García Martínez que adorna una de las murallas de la iglesia, ha colocado
en el ojo del huracán mediático a la ermita, a su restauradora, a la pintura de
Elías García y a una seguidilla de conservadores (en el sentido profesional e
ideológico de la palabra) que han puesto el
grito en el cielo, por una obra que no pasará a la historia del arte por
ser una obra maestra y respecto a la que incluso el propio artista declara –
según se lee en su dedicatoria- : “Este es el resultado de dos horas de trabajo
a la Virgen de la Misericordia”.
Desde mi perspectiva, lo que pone de manifiesto este particular hecho, es
el modo en que nuestras sociedades han convertido el patrimonio y lo
patrimoniable en una suerte de pedestal inalcanzable, rodeado de un aura
intocable, distante y lejana. Pareciera ser, que la apropiación y
resignificación popular de una obra, su intervención y su uso social no es
aplicable dentro de una legitimidad y legalidad en la cual, el patrimonio se
configura como “obras” que deben ser resguardadas de los usos sociales, situándolas
lejos del ciudadano de a pie, en altares de poder en las que deviene un patrimonio
cultural destinado exclusivamente a la contemplación.
Lo que la octogenaria Cecilia Giménez ha realizado es un acto de uso. Su
intervención-restauración nos enseña que la producción cultural no es solamente
un fenómeno derivado de la sociedad, sino que al mismo tiempo es un elemento
cohesionador y articulador de relaciones sociales. En este sentido, lo que sale
a la luz con la intervención la señora Giménez, es una particular mirada del
entorno sociocultural, donde si bien es cierto que la preservación y
patrimonialización son sin duda alguna un proceso seleccionador y transformador
del pasado, éste debe ser reactualizado en el presente, absorbido por los
actores sociales e integrado en las entrañas del cuerpo social, como es el caso
de la ermita de Borja, puesto que, ella, sólo
quería que la iglesia se viera más bonita.
Lo que tenemos en este maravilloso emprendimiento de restauración es un
acto performativo que ha evidenciado la manera en la cual el patrimonio
cultural se encuentra cooptado por el poder cultural de una élite en conflicto
con una cultura popular que legítimamente considera cierto patrimonio como
propio. Por lo tanto, la acción performativa y la reacción desencadenada por
ésta, motiva preguntarnos qué es el patrimonio cultural, a quién pertenece y
cuál es el tratamiento apropiado que hay que darle; quién es esa humanidad para
la que los productos culturales se momifican, plastifican, guardan en una
bóveda; quiénes son los legítimos conservadores y usuarios de tradiciones
artísticas que adquieren todo su sentido dentro del contexto de determinadas
creencias; para qué conservamos lo que conservamos.
Finalmente, siguiendo a Judith Butler, podríamos decir que el acto de
intervención-restauración emprendido por la octogenaria Cecilia Giménez, nos
ayuda a explicar la forma en la cual los distintos agentes sociales constituyen
la realidad social por medio del lenguaje, del gesto, y de todo tipo de signos
sociales simbólicos. Al mismo tiempo, podemos apreciar cómo determinados
gestos, discursos, acontecimientos o signos que se apartan del corral de la
hegemonía cultural son inmediatamente castigados socialmente. Al eliminar estos
actos performativos-insubordinados y reinstaurar un dominio y control sobre la producción
cultural se establecen mecanismos que se imponen como correctos y, con ello, se
estructuran y articulan un conjunto de reglas implícitas sobre lo que puede ser enunciado o percibido en
forma válida dentro de lo que consideramos patrimonio cultural. Dichas reglas
operan de un modo que Bourdieu llama violencia
simbólica y no deja de ser estremecedora la unanimidad y universalidad con
la que esta violencia ha sido ejercida contra Cecilia Giménez.
1 comentario:
Las mejores preguntas son las que no tienen respuestas fáciles.
A la anécdota que da pie a esta reflexión habría que agregarle otro elemento. En los últimos días Borja se ha convertido en un imán para los turistas. Exactamente lo que siempre han querido conseguir muchas de las políticas folklorizantes y momificadoras creadas para "proteger" el patrimonio cultural. Está claro que lo "internetizable" de la historia tiene mucho que ver en ello, y ese es otro elemento (la respuesta de los medios y las redes) que daría para escribir otro ensayo.
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